El Espíritu Santo nos fortalece cuando estamos débiles, nos llena interiormente cuando nos sentimos pobres y vacíos, nos da luz y calor cuando estamos apagados y fríos, nos orienta y sana nuestro corazón desorientado y enfermo, sucio o indómito. Por naturaleza somos egoístas, débiles y tornadizos; si nos dejamos arrastrar por nuestros instintos más primarios, caemos fácilmente en actitudes y comportamientos que son más animales que espirituales. Necesitamos la fuerza del Espíritu, la gracia y el calor de lo alto, para sobreponernos a las tentaciones del mundo, del demonio y de la carne. Tenemos que pedir hoy con fervor que el Espíritu Santo se haga dulce huésped de nuestra alma, brisa en las horas de fuego, gozo que enjugue las lágrimas, don en sus dones espléndido. Que sea agua viva que riegue nuestro corazón árido y seco, aliento que vivifique y dé vida a nuestra alma, padre amoroso que, con su amor, guíe y llene nuestro corazón que está siempre inquieto e insatisfecho cuando no descansa en Dios.
Podríamos decir que, realmente, la Iglesia nació el día de Pentecostés, porque ese día fue cuando los discípulos de Jesús comenzaron a predicar con fuerza y sin miedo el evangelio que les había predicado el Maestro. Hasta ese día, después de la muerte de Cristo, los discípulos se habían mantenido acobardados, encerrados en una casa, con las puertas y el alma bien cerradas por miedo a los judíos. Fue a partir del día de Pentecostés cuando recibieron la fuerza del Espíritu Santo como motor de sus vidas, que les impulsó a predicar, primero a los judíos y después a los gentiles, el evangelio del Reino, tal como lo habían escuchado de boca del mismo Jesús. Predicaron el evangelio de Jesús con el alma llena de alegría, derramando la paz del Espíritu que habían recibido, y con el alma llena de perdón. Así tenemos que hacer los cristianos de hoy; que se nos note la alegría del Espíritu, la paz de Dios y la capacidad de personar siempre con espíritu cristiano. Es decir, que seamos cristianos valientes, alegres, pacíficos y perdonadores.
La lengua del Espíritu es siempre una lengua ardiente y luminosa, porque enciende e ilumina el alma del que habla y el alma del que sabe escuchar. Las lenguas del Espíritu no son sólo sonidos y voces, son actitudes, gestos, expresiones que salen del fondo del alma, como lava de un volcán irreprimible. Las lenguas del Espíritu son siempre amor, llamaradas, y el lenguaje del amor es universal. Si nos relacionamos con los demás con el lenguaje del verdadero amor, del amor del Espíritu, todos los que estén poseídos por el Espíritu nos entenderán como si les hablásemos en su propia lengua. El lenguaje del misionero cristiano es antes amor que lengua, porque Dios es amor y a Dios sólo se le transmite transmitiendo amor.
En muchos casos, la única manera de saber si nuestro lenguaje y nuestros dones son del Espíritu, o no. es mirar si contribuyen al bien común. Porque, evidentemente, no todos los dones que tenemos las personas contribuyen siempre al bien común. Es esta carta a los Corintios, el apóstol Pablo solo recomienda los dones que, procediendo del Espíritu, contribuyen al bien común. Estos son, pues, los dones que hoy cada uno de nosotros debemos pedir al Espíritu Santo, los dones que, procediendo del Espíritu, contribuyen al bien común de los demás. Con palabras de la <secuencia> pidamos ahora al Espíritu Santo que “reparta los siete dones, según la fe sus siervos” y que aumente cada día un poco más en nosotros, sus siervos, nuestra fe. Por Gabriel González del Estal. Betania. Es.
P. Diego Ospina