Nosotros los cristianos, cuando nos reunimos para celebrar nuestras eucaristías, no debemos olvidar que el único que nos congrega es Jesús, que nos reunimos en torno a su cuerpo. Jesús fue el verdadero cuerpo de Dios y los cristianos, por nuestra comunión con Cristo, somos verdaderos cuerpos de Dios. San Agustín, que conocía muy la doctrina del Cuerpo místico de Cristo, decía a los cristianos de Hipona que, cuando el sacerdote les daba el cuerpo de Cristo y ellos respondían <amén> debían ser conscientes de que realmente recibían lo que eran: “recibís lo que sois: el cuerpo de Cristo”. Esa es nuestra mayor responsabilidad como cristianos: vivir conscientes de que somos cuerpos de Cristo, templos de Dios, y saber ver a las personas como templos de Dios, con todo el respeto y amor que esto conlleva. En un sentido más amplio, podemos incluso decir que todo el universo es cuerpo de Dios, como dice el himno litúrgico: “encarnación es todo el universo”.
En el decálogo, tal como leemos hoy en el libro del Éxodo, Yahvé se presenta como un Dios muy celoso, que no permite que sus criaturas adoren a otros dioses fuera de él. El amor a la familia y el amor a nuestro prójimo se derivan necesariamente del amor a Dios, porque Dios nos ha amado primero. Como nos dirá después Jesús, los diez mandamientos se reducen a estos dos: amar a Dios y al prójimo en Dios y por Dios. Naturalmente, la redacción del decálogo está hecha de acuerdo con el lenguaje de la cultura de su tiempo; una cultura muy machista y vengativa. El Dios de Jesús será un Dios Padre misericordioso, un Dios universal, que ama a todos sus hijos por igual y a todos nos perdona. El decálogo de los cristianos debe ser el decálogo de Jesús, donde el amor a Dios y a todas las cosas por Dios, es el único mandamiento, porque Dios es Amor.
Ni los judíos, ni los griegos podían entender y aceptar el lenguaje de san Pablo cuando hablaba de Jesús de Nazaret como auténtico Mesías. Porque para los judíos el Mesías sería un Mesías triunfador y poderoso con el poder de Dios; por eso, hablar de un Dios crucificado era un auténtico escándalo para los judíos. Los griegos no creían en ningún Mesías salvador y redentor del ser humano, por lo que hablar de esto les parecía sencillamente una necedad. El fideísmo de san Pablo se oponía radicalmente al racionalismo de los griegos. Hoy vivimos en una situación parecida a la que vivió san Pablo: lo que se opone a una razón lógica y científica les parece a muchos, simple necedad. Por eso, el cristianismo y cualquier otro dogma religioso son recibidos en nuestra sociedad con indiferencia o con desprecio; sólo vale lo que la razón científica prueba y comprueba. Los cristianos seguimos afirmando, con Pascal, que el corazón tiene sus razones que la razón no entiende. Predicar la verdad de Cristo crucificado es para nosotros una verdad del corazón. Por Gabriel González del Estal. Betania. Es.
P. Diego Ospina