VI domingo del tiempo ordinario ciclo C 2019

La fe en Cristo resucitado nos da paz, alegría interior y confianza en su presencia permanente entre nosotros. La fe cristiana nace del corazón, pero corre el peligro de transformarse en religión de ritos. Los judíos “religiosos” quieren imponer la circuncisión. La Iglesia está amenazada de quedarse en los medios, los ritos, y olvidarse de lo fundamental, la interioridad de la fe. También nosotros corremos el riesgo de confundir las tradiciones con la verdad, de afirmar como eterno e inmutable lo que es fruto de una época, de hacer apología de nuestra fe con una filosofía ya superada, de imponer cargas y obligaciones que alejan de lo fundamental, de sostener que viene de Dios lo que viene del hombre. El Espíritu nos ayudará a no quedarnos en lo superficial para llegar a identificarnos con el Padre que nos ama, viene a nuestra vida y hace morada en nosotros. El Papa Francisco constantemente nos hace una llamada a recuperar la frescura del evangelio, a valorar lo esencial en el seguimiento de Jesucristo.

Todo este capítulo 14 de Juan está envuelto en una atmósfera de despedida. Jesús anuncia, promete y revela una nueva presencia que, sin duda, supone una novedad significativa. Los frutos de la resurrección son la alegría, la paz y el testimonio de vida. ¿La alegría se nota en nuestra vida y en nuestras celebraciones? Hay muchos niños y jóvenes que no se sienten atraídos por nuestra forma de celebrar rutinaria y triste. Sin embargo, hay muchas comunidades que saben vivir el gozo de la experiencia pascual, que celebraron con entusiasmo la Vigilia Pascual sin mirar al reloj. Ahí se nota que hay algo más que un mero cumplimiento del precepto dominical. ¿Y la paz? La que Jesús nos regala es lo más grande del mundo, es la plenitud de todos los dones del Espíritu. Si la paz reina en nuestro corazón seremos capaces de transmitirla a los demás y de construirla a nuestro alrededor. “La paz os dejo, mi paz os doy”: la paz la ofrece Jesús como un don precioso. En la Biblia, la paz es uno de los grandes signos de la presencia de Dios y de la llegada del Reino, síntesis de todos los deseos de bienestar, de justicia, de abundancia, de fraternidad. ¡Casi nada! ¿Cómo dar testimonio de nuestra fe en el mundo de hoy? No bastan las palabras, es nuestra propia vida el mejor testimonio. La diferencia entre alguien “que practica” y alguien “que vive” es que el primero lleva en su mano una antorcha para señalar el camino y el segundo es él mismo la antorcha. Se notará en tu cara, en tus comentarios, en tus gestos, en tu forma de ser si has experimentado la alegría del encuentro con el resucitado. Si eres feliz, transmitirás felicidad. Y quien te vea dirá: “merece la pena seguir a Jesús de Nazaret”.
El Espíritu es defensor, maestro, abogado, animador e iluminador de la fe de la Comunidad y de cada uno. El Espíritu nos enseña y recuerda todo lo dicho por Jesús. Ésta es la gran tarea que Jesús le encomienda. Es fácil deducir que el creyente no está solo, no es un huérfano. Primero, porque el Padre no es Alguien lejano y distante; más bien, somos santuario y morada de Dios mismo: “vendremos a él y haremos morada en él”. Esto lógicamente supone unas relaciones nuevas con Dios-Padre: no es posible vivir como si todo fuera como antes; desde Jesús, todo ha cambiado. Por José María Martín OSA. Betania. Es.
P. Diego Ospina