Su aparición ante los hombres y mujeres de su época para dar comienzo a los que tradicionalmente se ha llamado su “ministerio público”. Un año más, y casi sin darnos cuenta, ha llegado y se ha ido la Navidad. El salto que da la liturgia en este domingo es muy grande, aunque se nos diga que todavía no se ha cerrado el ciclo navideño. Dejamos al Jesús-Niño y pasamos al Jesús-adulto. No es fácil para nadie este cambio de niño a adulto. Supone dejar a un lado las seguridades y lanzarse a la aventura de la confianza en el Padre y de la misión encomendada. Esto es lo que le ocurrió a Jesús cuando recibió el bautismo de manos de Juan.
El evangelio de hoy nos dará una respuesta clara, una respuesta de fe, a esta pregunta: es el Hijo predilecto de Dios. ¿Damos también nosotros a Jesús en nuestra vida esa predilección?; quizá en nuestras teorías y en nuestros esquemas mentales Jesús sea preferente. Pero ¿también en las obras? Ahí está la cuestión. El Padre le manifestó su identidad: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”. Pero, al mismo tiempo, asume su misión: pasar por el mundo haciendo el bien, abriendo los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas. Es decir, se identifica con la misión del “Siervo de Yahvé” del profeta Isaías. Será luz de las naciones e implantará la justicia en todas las islas -todas las naciones de la tierra- Qué bueno sería que de nosotros, sus discípulos, se dijera al final del año “pasó por el mundo haciendo el bien, porque Dios estaba con él”. Tenemos la seguridad de que Dios está siempre con nosotros y también tenemos clara nuestra tarea: pasa haciendo el bien.
El bautismo de Juan era de penitencia, de preparación. Por eso dice San Agustín que “valía tanto como valía Juan. Era un bautismo santo, porque era conferido por un santo, pero siempre hombre. El bautismo del Señor, en cambio, valía tanto cuanto el Señor: era, por tanto, un bautismo divino, porque el Señor es Dios”. Nosotros hemos recibido el auténtico bautismo “en el Espíritu Santo”. ¿Somos conscientes de la gracia recibida, de nuestra consagración como sacerdotes, profetas y reyes? Nuestra misión es ser fieles al honor recibido, no traicionar el amor de Dios Padre. Nuestra misión es aspirar a la santidad –somos sacerdotes todos–, luchar por un mundo donde reine la justicia –nuestra misión profética– y servir a los más necesitados con los dones recibidos –somos ungidos como reyes–. Renovemos nuestro compromiso bautismal en este día porque en nuestra vida de fe no debe haber “rebajas”. Pensemos en aquello defectuosos que tendríamos que quitar de nosotros en este tiempo de rebajas, en lo que no hemos actualizado, en lo que ocupa un lugar en nosotros y es poco importante. Coloquemos en el centro de nuestra vida aquello que es esencial: la presencia de Dios y del hermano. Por José María Martín OSA. Betania. Es.
P. Diego Ospina