Entra montado en un pollino y el pueblo llano le aclama como Mesías y alfombra el suelo con sus mantos y con ramas cortadas en el campo. La escena la conocemos bien los cristianos y seguramente muchos de nosotros hemos participado ya en muchas procesiones, este Domingo de Ramos, llevando nuestro ramo de olivo o de palmera en la mano. Es bueno que reflexiones ahora nosotros sobre la actitud del pueblo llano. ¿Qué veían en Jesús de Nazaret las personas que lo aclamaban? Seguramente, a un profeta que venía a liberarles. Liberarles, ¿de qué? Pues de lo que les tenía atados y esclavizados: de la enfermedad, del hambre, del pecado, de la opresión de los gobernantes, tanto judíos como romanos. Y, ¿cómo iba a liberarles? Entraba sin ejército, sin armas, en actitud pacífica y conciliadora. Les iba a liberar, sin duda, con el poder de Dios; iba a ser Dios mismo el que, de forma milagrosa, los liberara, a través de este profeta. Por eso aclamaban, entusiasmados: “bendito el que viene en nombre del Señor”.
Pero, según escucharemos después en el relato de la Pasión, este mismo pueblo llano iba a gritar muy pronto, enfurecido: ¡Crucifícalo! ¿Qué había pasado para que este pueblo que unos días antes había aclamado a Cristo como Mesías, pidiera ahora su crucifixión? Evidentemente, este pueblo se había dejado manipular por las autoridades judías que veían en Jesús a un enemigo declarado de sus hipocresías y ambiciones. Pero también es posible que muchas de estas personas se sintieran personalmente defraudadas porque Jesús de Nazaret no les había resuelto, de manera definitiva, los muchos problemas que les acuciaban a ellos cada día. Habían esperado de aquel profeta al que ellos le habían aclamado como Mesías, que les liberara, con la fuerza de Dios, de todos sus males físicos y materiales y de todos los enemigos del pueblo judío. En cambio, Jesús de Nazaret se había limitado a predicar paz, misericordia y conversión. ¡Amar hasta a los enemigos! ¿En qué mundo se creía vivir este profeta?
Mientras todo nos va bien, ¡qué bueno es Dios! Pero, si las cosas se tuercen y nos visita la desgracia y el dolor, ¡qué injusto está siendo Dios conmigo! Un Dios así no nos interesa, porque no nos resuelve, con su fuerza y poder, los muchos problemas que nosotros tenemos cada día. ¡Paz, misericordia, conversión, amor! Qué fácil nos resulta predicárselo a los demás, cuando les vemos enrabietados o deprimidos. Pero, cuando somos nosotros los que nos sentimos abatidos por la enfermedad, o por las desilusiones, o por una crisis material, familiar o social, qué difícil nos resulta creer y confiar en el amor y la providencia divina.
Pues, al que viene en nombre del Señor. No ha venido para solucionar nuestra crisis económica, o nuestros problemas laborales, o nuestros achaques corporales. Ha venido para invitarnos a una continuada conversión del corazón y purificación de nuestras conductas. Ha venido para animarnos a trabajar en el Reino que él ya instauró: un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz. Este es el Mesías al que nosotros, en este domingo de Ramos, aclamamos con entusiasmo. Por Gabriel González del Estal. Betania. Es.
P. Diego Ospina