La primera lectura nos presenta el sacrificio de Isaac. Dios no puede pedir, ni en broma, el sacrificio del hijo único y de ningún hijo. Dios tiene un gran humor, pero esto sería humor negro. Las horas que pasarían Abraham y Sara serían realmente mortales. Eso no lo puede pedir ni Dios. Ni necesita pruebas de este tipo… Pero la historia que cuenta el Génesis es no sólo hermosa, sino profunda y paradigmática. Se inspira en la costumbre de ciertas religiones primitivas. Abraham pudo llegar a sentir esa exigencia. El patriarca, camino del monte, es un modelo de obediencia y de fe. Abraham con el cuchillo alzado es un campeón de la fe. Aquí se ganó de verdad esa paternidad millonaria de todos los creyentes. Si hubiese retenido al hijo, su semilla hubiera terminado agotándose. Al desprenderse de él, se lo devuelven con una bendición que traspasa los siglos, con una promesa de infinitud. “Retener es inferior modo de posesión a esperar”, dice el sacerdote en el Misal de la Comunidad. La fe de Abraham es ésta: a Dios no se le discute ni regatea nada. Es verdad que le pide todo su amor y su esperanza; pero este hijo es más de Dios que suyo; y si Dios le ha dado un hijo en su vejez, puede seguir multiplicando su semilla.
Los hombres siempre andamos exigiéndonos “pruebas de amor”. Pero ninguna prueba nos satisface porque no existe ninguna definitiva. Dios comprobó la fe de Abrahán, porque no se puede pedir más. El Cristo crucificado es prueba de tal calibre que dudar luego de que Dios nos ama sería el colmo de la estupidez. Estamos seguros de muy pocas cosas. De una debemos estarlo del todo: Dios nos ama como nadie nos puede amar, está a nuestro favor. Ningún misterio, ningún desconcierto, ni el dolor ni la muerte, deben hacernos dudar de ese amor misterioso. Quien es capaz de morir literalmente por nosotros tiene derecho a nuestra confianza. Cualquier apariencia de desamor carece de sentido al lado del máximo amor. “El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?”, dice san Pablo. Nuestra ley, nuestra ciencia y nuestra fuerza, no son un código ni un libro ni unos ritos, sino una persona: Cristo Crucificado. Es el objeto de nuestra predicación, de nuestra catequesis, de nuestro estudio, de nuestra ascesis, de nuestra espiritualidad, de toda nuestra vida.
La tentación de “hacer tres tiendas” está siempre presente. Es curioso que el hombre se preocupe siempre por construirle una casa a Dios, cuando el mismo Dios ha bajado a la tierra para vivir en las casas de los hombres. Dios no tiene tanta necesidad de metros cuadrados para iglesias como de acogida en el corazón humano. Dios no quiere vivir en un “hotel para dioses” relegado como nuestros ancianos, en una especie de parkings. Dios quiere vivir en familia con los hombres, andar entre sus pucheros. Por ambientados que estén nuestros templos, siempre le resultarán fríos a un Dios que busca el cobijo de los hombres. El Dios-con-nosotros no puede quedar en una especie de producto situado en un mercado al que se acude cuando se necesitan servicios religiosos. Dios no es un objeto de consumo. Él es la vida misma del hombre, pero nosotros nos empeñamos en confinarlo en su casa en lugar de tenerlo como compañero en el camino de la vida. El Dios de Jesús no se mantiene en alturas celestiales, sino que nos señala en dirección al mundo y quiere que como él nos encarnemos en el mundo. Por José María Martín OSA. Betania. Es.
P. Diego Ospina