Jesús enseña a sus apóstoles el Padrenuestro que es, en muy pocas palabras, la más alta cumbre de la teología. Y nos muestra un Dios Padre que va a ocuparse de nosotros en lo material y en lo espiritual. A Dios podemos pedirle pan y santidad, justicia y paz, protección y futuro. Tras mostrar el Padrenuestro, Jesús comunica dos condiciones de la oración que, a veces, dejamos de cumplir y utilizar. ¿Por qué no rezamos constantemente? ¿Por qué, asimismo, no importunamos a Dios con nuestras peticiones? Dios nos lo va a dar todo. Pero rezamos poco. Y puede ser prueba de nuestra soberbia o de nuestra desesperanza.
Cristo, además, nos mostró un Dios Padre cariñoso y tierno. La grandeza de la presencia de Jesús en la tierra estriba en que, en un momento dado, llegada la plenitud de los tiempos, él explicó –como nadie podía hacerlo– quien y como era Dios. La ley judía se había endurecido hasta el punto de crear una falta imagen de Dios: fuerte, combativo, justiciero y lejano. El aleluya de la misa de este domingo refleja un texto de San Pablo, y se dice: “Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre!”. Fue –y es—toda una revolución, porque, entre otras cosas, la traducción más cabal de “Abba” se acerca a nuestro “Papá” o, incluso, “Papaíto”. Es decir, podemos llamar a Dios “Papaíto” y esa palabra sólo nos produce a nosotros ternura. Se abre un mundo de posibilidades para el hombre a partir del Dios cercano y cariñoso que nos mostró Cristo.
Y ello es, precisamente, la grandeza del cristianismo frente a las otras dos religiones monoteístas, que también honran a Abrahán. Ellos no han recibido el legado de ese conocimiento íntimo y asequible de Dios. Y, sin embargo, Abrahán es considerado por judíos y musulmanes como el amigo de Dios. Abrahán trata con un Dios asequible que admite una negociación sobre la salvación de dos ciudades. Para negociar algo hay que tener cerca con quien se negocia y han de existir unas bases de confianza y entendimiento para hacerlo. Ya el Antiguo Testamento nos mostraba al Dios cercano y entrañable. Pero los hombres de la antigüedad –también nosotros ahora– olvidaron la verdadera esencia de Dios y prefirieron construir uno a su medida.
San Pablo, en la Carta los Colosenses, va a describir de manera magistral nuestra comunión con Cristo. Sepultados con el Bautismo vamos a resucitar sin pecados. La misericordia de Dios se nota –en la Nueva Alianza—en la posibilidad de continuo perdón por el sacrificio de Jesús. Ese conocimiento de que siempre podemos ser perdonados nos podría dar un exceso de presunción sobre nuestro destino final. Pero no es así. El conocimiento del perdón permanente de Dios nos muestra una vez más la ternura de Dios. Pero rezamos poco. Estamos muy atareados con nuestras pequeñas virtudes y nuestras grandes mezquindades y nos olvidamos que el Señor nos espera, todos los días y todas las horas, en “lo oculto de nuestra habitación”, el interior de nuestra alma. Por Ángel Gómez Escorial. Betania. Es.
P. Diego Ospina