Domingo XXXII tiempo ordinario ciclo C 2019

La trampa saducea, es decir la pregunta con la que los saduceos querían dejar en ridículo a Jesús, suponía dos cosas: la primera, que ellos no creían en la resurrección de los muertos y la segunda, que pensaban que Jesús tenía un concepto totalmente equivocado de lo que realmente era la resurrección. Jesús no creía que los que resucitan vayan a vivir en la otra vida como habían vivido en esta. En la otra vida no hay tiempo, ni espacio, y, consecuentemente, el que vive en la eternidad, ya no puede morir nunca, porque allí no habrá ni un antes, ni un después, todo es un eterno ahora. Dios está siempre vivo, porque la esencia de Dios es ser, Dios es “el que es”. Toda persona que practica conscientemente una religión –y somos millones de personas los que practicamos alguna religión- cree en la resurrección. Creer o no creer en la resurrección es una cuestión de fe, no es producto de un argumento racional y empírico. Lo que está claro es que los que creemos en la resurrección creemos que Dios es un ser vivo, eternamente vivo, y que da y otorga vida a los que creen en él. Si resucitamos en Dios, en el ser eternamente vivo, resucitamos para siempre, viviremos para siempre.

La fe en la resurrección de los siete hermanos macabeos, con su madre al frente, es realmente admirable. Aceptan el martirio con una entereza grande, consecuencia de su confianza en la palabra de su Dios, de Yahvé, y lo hacen sin exigir la muerte de nadie a cambio, aceptan su martirio sin exigir, ni provocar mártires del bando contrario. En estos tiempos en los que nosotros vivimos, estamos acostumbrados a escuchar todos los días que algunas personas dicen morir por su fe, pero matando a los que no creen lo mismo que ellos creen, mueren matando a los que no comparten su fe. Nuestros mártires no buscan el martirio; lo aceptan como consecuencia de su fe, sin exigir la muerte de los que no comparten su misma fe. Nuestros mártires, como hizo Jesús, mueren pidiendo a Dios que perdone a los que les matan, porque no saben lo que hacen. Esta debe ser nuestra posición ante el martirio.
Cuando se escribe esta carta, posiblemente a finales del siglo 1, la comunidad de Tesalónica estaba sufriendo serias dificultades, por lo que el autor de la carta les pide a los fieles cristianos que tengan constancia en su fe en Cristo. También le pide a Dios que les consuele internamente y les dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas. Podríamos muy bien entender estas palabras de esta segunda carta a los Tesalonicenses como palabras dirigidas a nosotros. Porque también hoy nosotros tenemos dificultades para predicar y mantener viva nuestra fe en Cristo. En muchas partes del mundo nuestra fe sufre verdadera persecución y en otras muchas partes sufre verdadera indiferencia. Debemos pedir fuerza interior y exterior a Dios nuestro Padre y a Jesucristo, nuestro Señor, para seguir constantes en la fe y para no perder nunca el consuelo y la confianza interior. Por Gabriel González del Estal. Betania. Es.
P. Diego Ospina