Domingo XXVIII tiempo ordinario ciclo C 2019

En el anuncio del Evangelio hay dificultades: nos ponen pegas, nos prohíben hablar en ciertos ámbitos, sentimos vergüenza a veces…. ¿Hay que descorazonarse por ello? La libertad de la Palabra que ha crucificado a Jesús ha llevado a Pablo a la cárcel, probando así toda su eficacia: sólo se encarcela al que molesta. Un mensaje que no suscitara oposición no pasaría de ser una bonita palabra. Pablo pide a Timoteo que tenga en cuenta todo esto, que no desmienta los himnos que canta su comunidad: Jesucristo es nuestra razón de vivir, porque Él ha sufrido la muerte; nuestra razón de continuar, porque El continuó hasta el final; nuestra infidelidad es ridícula frente a su indomable fidelidad. Tener miedo a los riesgos que puedan derivarse del anuncio del Evangelio, esto sería ya renegar de Jesús.

El leproso en tiempo de Jesús era tratado como un muerto en vida y se le obligara a vestir como se vestía a los muertos: ropas desgarradas, cabelleras sueltas, barba rapada. No se les permitía habitar dentro de ciudades amuralladas, pero sí en las aldeas con tal de no mezclarse con sus habitantes. Por eso, vivían en las afueras de los pueblos. Todo lo que ellos tocaban se consideraba impuro, por lo que tenían obligación de anunciar su presencia desde lejos. Eran “impuros” ritualmente y vivían una especie de vida de excomulgados. Existen en nuestro mundo, y tal vez en nuestra Iglesia, otras lepras y otros leprosos con los que nadie quiere juntarse…..Son los que el Papa Francisco llama “los descartados”. Son las personas rechazadas en el mundo y expulsadas de la comunidad. Sin embargo, la curación de los leprosos se presenta en los evangelios como señal mesiánica y cumplimiento de las promesas que ya anunció Isaías. La Iglesia debería ser el “hospital de campaña” que pide el Papa Francisco para atender a aquellos que nadie quiere, a aquellos con los que nadie quiere juntarse
La desgracia común une a los desgraciados. Estos leprosos habían superado la tradicional enemistad entre judíos y samaritanos: forman un solo grupo. La fama de Jesús había llegado hasta los proscritos de la sociedad, hasta los leprosos. Jesús manda a los leprosos que se pongan en camino para ser reconocidos por los sacerdotes. Antes de curarlos, los somete a prueba y les exige un acto de fe. Sólo el samaritano vuelve para alabar a Dios y reconocer en Jesús al Rey-Mesías. La postración delante de Jesús no es una adoración, sino el reconocimiento de esta realeza mesiánica. Los otros nueve no vuelven. Parece como si vieran natural que en ellos, hijos de Abrahán, se cumplieran las promesas mesiánicas. Hoy los creyentes de toda la vida quizá no sabemos valorar en preciado don de la fe y las múltiples gracias que recibimos de Dios a través de los sacramentos. Pero, al decir Jesús al samaritano, al extranjero, “tu fe te ha salvado”, nos enseña que el verdadero creyente se asienta en la fe agradecida, no importa cuál sea su origen o etnia. Por José María Martín OSA. Betania. Es.
P. Diego Ospina