Domingo XXVII tiempo ordinario ciclo C 2019

Lo que quiere decir Jesús a los apóstoles cuando le piden que les aumente la fe es que lo primero que tiene que hacer un cristiano para poder ser un buen discípulo suyo es hacer lo que él le ha mandado, sin pensar en la recompensa que recibirá por el cumplimiento. La primera virtud del cristiano, como tantas veces nos dice san Agustín, es la humildad. Es verdad que somos hijos de Dios, pero no debemos olvidar que también somos sus siervos. La misma Virgen María se declara esclava del Señor, en el mismo momento en que el ángel la llama bienaventurada y dichosa porque ha sido elegida para ser madre del salvador. Es verdad, y no debemos olvidarlo nunca, que también sabemos que Jesús quiere que nos comportemos siempre como hijos de Dios, y lo más propio de un hijo es el amor. Sí, en nuestras relaciones con Dios tenemos que saber unir la humildad con el amor. El hijo sabe que debe amar al padre, pero también sabe que debe obedecerle. Por eso, es totalmente necesario saber unir en nuestras relaciones con nuestros padres y, por supuesto con nuestro Padre Dios, la humildad y el amor. Es verdad que, en nuestra historia civil y cristiana, frecuentemente hemos insistido demasiado en uno u otro lado excesivamente. Del miedo medieval a un Dios juez que sólo sabe castigar nos hemos pasado en nuestros últimos tiempos a pensar en un Dios Padre que sólo sabe amar y que, por consiguiente, sólo sabe perdonar y premiar. En el medio está la virtud, como ya nos enseñaba Aristóteles.

El profeta Habacuc, unos setecientos años antes de Cristo, escribió esta frase que después citará más de una vez el mismo san Pablo: “el justo por su fe vivirá”. Es una frase que nos sirve también a nosotros, en nuestras circunstancias actuales. Cuando parece como si Dios se hubiera ido de nuestra sociedad, nosotros no debemos nunca perder nuestra fe en un Dios salvador, que nos quiere y nos protege. La vida del ser humano está, y siempre ha estado, sometida a múltiples dificultades que pueden llegar a hacernos perder nuestra fe en Dios. Pero, a pesar de todo, no perdamos nunca nuestra fe en Dios y, con humildad y sin altanería, aceptemos que los caminos de Dios son para nosotros muchas veces inescrutables. Dios nunca nos defraudará. Sepamos escuchar, como nos pide el salmo 94, la voz del Señor, no endurezcamos nuestro corazón.
Este consejo que da san Pablo a Timoteo, nos lo da también a cada uno de nosotros. No debemos actuar nunca con cobardía, sino con amor y con templanza. Hagamos hoy el propósito de actuar siempre con humildad y con amor, con fortaleza y con templanza. No siempre será fácil conseguirlo, pero no olvidemos nunca que tenemos con nosotros la fuerza de Cristo y la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros. El Espíritu Santo es “nuestro dulce huésped del alma”. Por Gabriel González del Estal. Betania. Es.
P. Diego Ospina