II Domingo de Adviento ciclo C 2018

En adviento se hacen realidad nuestras esperanzas. El profeta Baruc dirige su palabra a una ciudad, Jerusalén, que sufre la opresión de sus vecinos. Ahora es todavía una realidad humilde y sin brillo, pero está destinada a ser la lumbrera de todas las naciones. El profeta invita a Jerusalén a despojarse del duelo y a vestirse como una mujer que se engalana para una fiesta. La ciudad devastada y desposeída de sus hijos, que fueron llevados al cautiverio de Babilonia; la ciudad desconsolada como una viuda, sin hijos y sin esposo que la cuide, puede y debe alegrarse ahora como una novia y como una madre feliz que espera el pronto retorno de sus hijos. Yahvé, su esposo, le ha preparado como vestido el “manto de su justicia” y como diadema “la gloria perpetua”. Anticipando el momento glorioso, el profeta invita a la ciudad a ponerse de pie y a subir al monte, sobreponiéndose a sí misma con la esperanza. Se acabó la diáspora, porque Dios se acuerda de Jerusalén y le han devuelto sus hijos. La Jerusalén prometida por Dios no es la que los judíos han empezado a reconstruir después del destierro, sino la Jerusalén del fin de los tiempos. Dios le dará un nuevo nombre: “paz en la justicia”. Tres veces se repite en el capítulo 5 de Baruc la palabra “justicia”. Es la justicia de Dios, basada en la misericordia y conducente a la paz. Este es nuestro sueño también para nuestro mundo, sueño que queremos hacer realidad.

En nuestro mundo hay violencia y guerra, miles de inocente mueren cada día a consecuencia de la intolerancia y el fanatismo. Para que se obtenga la paz, valor tan deseado, es necesario primero que los montes elevados se abajen, que los valles se llenen y se eleven, que lo torcido se enderece y los senderos se allanen. Es decir, que se vuelva al orden natural querido por Dios “que ha destinado los bienes de este mundo para todos”. El Papa ha dicho en su visita a África que para acabar con el terrorismo es necesaria la educación para la tolerancia y acabar con la injusticia y la miseria que sufren tantos jóvenes sin futuro. Mientras no seamos capaces de recrear el mundo querido por Dios no será posible la paz. Es necesario que los poderosos se despojen de su orgullo y los opulentos compartan su riqueza para que estalle la paz en el mundo. Es decir, el primer objetivo es la justicia distributiva. Antes que la caridad está la justicia, de lo contrario se trata más bien de “caridades”.
Nuestra tarea es preparar los caminos del Señor: “que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale”. ¿Cuál nuestra colina? Quizá sea nuestro orgullo y nuestra autosuficiencia. El gran pecado del hombre actual es prescindir de Dios y creerse él mismo el todopoderoso. Pero podemos también vivir sin valorarnos, con una falsa humildad y abatimiento. Por eso se nos dice que nos levantemos y reconozcamos los dones que Dios nos ha dado para ponerlos a disposición de los hermanos. Prepara los caminos al Señor y le abre la puerta quien se esfuerza en “rellenar los valles y abismos”, quien con sistemático trabajo lucha para se acaben las desigualdades y triunfe de una vez para siempre la justicia. Por José María Martín OSA. Betania. Es.
P. Diego Ospina